viernes, septiembre 06, 2019

¿Qué pasó con las personas?

recuerdo
cuando se alegraban

pero no se trataba de una alegría para mostrar,
ni demostrar,

no era una alegría de vidriera,

era una alegría, un regocijo
interior,

pues provenía
de la satisfacción,
de la emoción

al haber logrado aquello
que antes los había estimulado,

quizás, un sueño cumplido
que los colmaba de orgullo

que de ningún modo era ese orgullo egoísta,
el que incita a la ostentosa exhibición de lo que se logra,
lo que se hace, lo que se alcanza.

Recuerdo,
también

a quienes los felicitaban,
cuando esa felicitación, esos buenos deseos
eran auténticos;

les hacía bien
que alguien,
de cualquier ámbito
y por el motivo que hubiera sido

se sintiera dichoso,
riera, festejara,

entonces, su festejo
en el rol de ocasionales "triunfadores",
se aunaba al festejo de ellos,
ocasionales espectadores

de ese honor, esa meta concretada
que no se transformaba, -en general-,
en un obsesivo, enfermizo, afán de éxito,
a costa de todo, de todos,

que no se lo utilizaba con el objeto de arrojárselo en la cara
a nadie,

como diciéndole, con gran jactancia:
conseguí esto, aquello,

¿y vos?
¿qué conseguiste,
entretanto?

recuerdo que las personas
en un antes,
no tan lejano

eran mucho más generosas,
mucho más "humanas",

aquellas que obtenían objetos, títulos, nombramientos,
reconocimientos, etc.

y también las que eran testigos de esos logros
o dones.

-Pues lo uno y lo otro,
sabemos,
es efímero-.

Por ejemplo, el don de poder escribir, transmitir sentimientos, pensamientos,
historias,
le había permitido a un tal publicar cierto libro,

el don de ejecutar determinado instrumento había hecho posible
a algún otro,
tocar en ese concierto,
ser aplaudido,

ser contratado;

el don de tener la habilidad, la capacidad
para destacarse en cualquier arte, profesión, oficio, labor,
-así, el/la que hoy parecería insignificante, a muchos-

era, en sí mismo,
el premio,

¡el haber podido hacer algo con ese don
concedido, vaya a saber por quién, por qué causa,
cómo, cuándo fue recibido, para qué!

cuando ese don
puede prodigarse,

cuando se halla
el para qué de su recepción,

puede beneficiar, del modo en que sea,
a quien sea,

se transforma, realmente, en un trofeo,
¡en un verdadero trofeo!

en esa instancia,

alcanza, entonces, su punto más elevado,
roza el cielo,
esparce su luz en el universo;

en el acto sublime de compartirlo,
de hacerlo común;

así, como ha recaído en alguien, en algunos,
sin haberlo imaginado, siquiera,

trasladarlo en cualquier forma
a aquellos

a los que no les fue
otorgado,

por el momento,

sería, -según pienso-,
un absolutamente sublime

acto de devolución.




Cristina Del Gaudio

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