Ya no se oye
en mi cabeza
ese susurro,
esas palabras inquietantes,
tampoco, el grito,
ni el insultante declamar.
Nada.
Ya no se me mueve
ni una pestaña
si por un momento,
por tedio, por hábito,
por cualquier motivo inmotivado
se me cruza
tu presencia ausente,
tu ausencia tan temida
hoy, un alivio indescriptible;
¡aire fresco, al fin,
cambios, renovación,
vuelta a mi esencia!
de regreso a la vida,
no habiéndola vivido
durante todos esos años;
lo peor de todo:
sin darme cuenta;
siguiendo,
solo siguiendo,
haciendo lo que hacía todos los días,
no haciendo tantas cosas que había hecho,
no intentando, siquiera, hacer lo de antes,
mucho menos,
atreviéndome a probar con algo nuevo.
En eso me convertí,
sin darme cuenta.
Amaneciendo,
atardeciendo,
anocheciendo
en medio de esas tormentas
más, menos intensas,
grises, más grises, negras,
sin percibir, siquiera, las gotas de lluvia,
sin acusar recibo de los rayos,
casi sin estremecerme ante el tronar poderoso
que anulaba mi entendimiento,
entorpecía mis actos,
mis más simples decisiones,
sin darme cuenta.
Así, pasaron las semanas,
los meses,
los años;
así, pasé yo,
junto a mis aficiones, mis gustos,
mis pequeñas alegrías,
mis entrañables sueños;
todo pasó,
todo dejé pasar,
sin darme cuenta.
Por eso, déjenme gritar
todo lo que por tanto tiempo ahogué,
todo lo que no pude,
no me atrevía a soltar,
sin darme cuenta.
Ya no tiemblo, ya no,
al solo mencionarte,
ya no me interesa en qué pensás, qué decís,
adónde fuiste, con quién, cómo, por qué
ya no me fijo si tengo mensajes,
ya no me inquieta si suena el celular;
poco a poco,
pude reconstruir
mi particular paisaje,
repleto de sílabas, palabras
que volvieron, vuelven a ser versos, frases,
expresiones,
historias
que nada tienen que ver,
que nada deberían, deberán
tener que ver
con aquella extinción,
en esa jaula, -de algún modo,
auto-impuesta-,
detrás de cuyos barrotes
veía apenas, recortes
de lo que casi ni se parecía a la vida
lo peor de todo:
¡sin darme cuenta!