Solo
una calle cortada,
los árboles
extendidos sus brazos
de una vereda a la otra,
besándose,
sin importarles
por qué, cómo, cuándo,
quiénes éramos nosotros,
tristes, aburridos transeúntes
ocupados, exclusivamente, en nuestros problemas,
como si fuéramos los únicos,
como si todos debieran preguntarnos,
detenerse, reparar en la ausencia
de nuestro buen ánimo;
creerse el centro de todo,
típica idea, postura
del hombre de ciudad;
camina
sin mirar adelante,
tampoco a ambos lados,
como si deseara,
¡exigiera!
ser el único,
lo demuestra todo el tiempo,
intentando pasar primero,
¡siempre primero!
así,
nada, nadie lo espere;
primero,
para no llegar a ningún sitio,
pero primero,
antes que todos,
con esa jactancia, insufrible,
ese narcisismo patológico
que luego les sorprende
observar en otros;
pero vuelvo a esa calle,
no, mejor digo: callecita,
-no por reducida extensión,
sino por encanto-;
maravillada,
me detuve en una de sus esquinas,
-a pesar de que alguno que otro
me arrasó, literalmente hablando-,
¡qué placer enorme
hallar ese espacio
que remitía, remite
a tiempos anteriores
y no demasiado!,
cuando las personas
se detenían,
hablaban entre sí,
tomaban café, lo que fuera,
en uno de esos deliciosos lugares
que aunque urbanos,
conservan cierto aroma, cierto detalle particular
que reenvía a algún tiempo
en que no se observaba a las personas,
-cualquiera sea su edad-,
inclinadas sobre el celular;
se las veía conversar,
reír,
tomarse de las manos;
si estaban solas,
leyendo, con tranquilidad, algún periódico,
quizás, un libro,
con una, dos servilletas, un block de hojas,
una lapicera,
fieles testigos
de esa repentina inspiración;
así
viví, en el día de ayer,
-tal vez, anteayer-,
tan valiosos instantes:
olvidé mi celular,
olvidé el resto, la gente, apurada en vano,
el enojo, la molestia,
el desamparo
en sus ojos.
Lo olvidé,
lo suprimí,
para poder gozar,
allí, en esa mesa,
sobre la vereda,
de ese bar,
del riquísimo café,
de esa impactante conjunción arbórea
proyectando su sombra sobre el antiguo empedrado;
mi mente,
mi alma,
muy lejos
del agobio cotidiano,
de las obligaciones,
los trabajos pendientes,
las caras poco o nada amigables,
¡de la escritura misma!
sonreía en mi interior,
con todo mi ser
y mi semblante reflejó, enseguida, esa sonrisa;
todo quedó atrás, por un largo rato,
apenas audible,
cual melodía lejana;
me sentí, en verdad,
como si estuviera de vacaciones,
vacaciones de los miedos,
vacaciones de la incertidumbre,
de la angustia,
vacaciones del deber de decir,
de hacer esto, aquello;
un regreso, por cierto, inesperado
al sentir, al decir plácido, relajado,
espontáneo,
sin pensar en objetivos,
sin enfocar en tal o cual destinatario.
¡Vacaciones del pensar
del programar,
de planificar!
vacaciones
de la sub-vida.