lunes, abril 13, 2020

Desde la cárcel sin barrotes

El enemigo común,
del que poco o nada dicen saber,

podría estar aquí mismo,
entre estas teclas,

afuera, en la maceta
del pino,

sobre mis libros favoritos,
sobre mi abrigo de calle,

sobre esa prenda
que dejé caer en el sillón,

sobre ese florero,
sobre mi cuadro preferido,

sobre las llaves
de esta cárcel sin barrotes,

salvo el pánico,

salvo la amenaza
punzante

que todo lo transforma
para bien, para mal,

lo transforma.

Todo esto y mucho más,
las historias que nos hacen llorar,

-a algunos, quizás, los toma de sorpresa
esta cuestión de emocionarse-;

todo conduce a nuestro interior,
no importa cuánto alcohol o lavandina
tengamos disponible;

importa de qué modo,
en qué forma

limpiamos tanta suciedad
que corroe, corrompe
nuestra mente, nuestros pensamientos,

cómo nos desinfectamos
de este pánico
a sentir,

a expresar
nuestros deseos,

¡ni en una situación extrema
podemos salirnos
de ciertos cánones!

así de imbéciles
somos.

Y no se trata del maldito virus.
Y no se trata de la desesperante incertidumbre,
ni del encierro, ni de la falta de dinero.

Se trata de nuestras miserias.

No hay virus, no hay gobiernos,
no hay cuarentenas
a los cuales culpar;

mirémonos, así, no nos guste
lo que vemos;

juguemos por un rato
-¡tiempo, nos sobra!-

a ser lo que somos,
a decirle a aquel, a aquella
eso mismo

ahora,
no dentro de un minuto, siquiera;

un minuto es una vida,
en algunos casos,

penosos o felices;

arranquemos la costra
de la vergüenza a mostrarnos,

el caparazón ya oxidado
que nos ¿protegió?

durante tantísimos años.

¡Dejemos de mentir
sentimientos, empatía,
consideración!

¡Dejemos de creernos invulnerables
o demasiado vulnerables!

No hay tiempo que perder;

supongo que este es el momento preciso
para la auto-purificación,
la expansión,
¡la grandeza!

para intentar e intentar
amarnos

en pos de abrir nuestras almas
a los otros.

Los días corren.

Es urgentísimo curarnos

de nosotros mismos.



Cristina Del Gaudio

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