El frío apocalíptico
de una noche;
una noche
que dista en mucho de aquellas,
de tantas, en todos esos años;
cuando mirábamos las estrellas,
siempre con la ilusión
de ver caer
a alguna,
porque alguien nos dijo una vez
que eso traería suerte.
Pero no.
Al menos yo,
nunca pude ver ninguna,
como tampoco vi nevar,
ni crucé el océano,
ni sé, -solo me contaron-,
de otros lugares,
de otros modos,
en que las estaciones son las opuestas,
los horarios, muy diferentes,
las lenguas, las expresiones,
tan particulares
como las personas.
Aunque, en verdad, las personas
pueden tener hábitos, modos de comer,
de expresarse, hobbies,
vestimentas, actividades
diversos unos de otros,
¡pero... el alma!
allí siempre anidan
las mismas sensaciones,
los mismos temores,
el dolor más profundo,
los amores perdidos,
los recuerdos, los olvidos.
Nos aúnan más cosas
de las que creemos.
Hoy
una amenaza
se cierne sobre nuestro día a día,
aquí y también en el hemisferio norte,
donde sea;
¡muertos!
cada vez más muertos
desfilan, noche tras noche,
sigilosos
así, nadie los vea;
entonces todo este horror
parece no estar sucediendo.
Así,
los que hubieran deseado
verlos, siquiera, un instante
previo al nunca más,
aquí, en el norte,
en todas partes,
se consuelan, quizás, con su última foto,
su mejor sonrisa,
sus últimas palabras, sus últimos sueños.
Hoy
que la oscuridad
no se remite a la huida del sol;
hoy
que la oscuridad
nos acecha,
¡se empeña en tomarnos
como rehenes!
si ello aconteciera, otros serían
quienes nos recordarían
o preferirían fingir que no;
aun, si algún día
hayamos sido su móvil,
su preocupación,
su ocupación,
parte de su vida.