Y estaban allí,
ofreciéndolo todo,
todo
a cambio
de nada.
¡Ese arbusto
colmado de flores amarillas!
en perfecto contraste
con el extensísimo tapete
de hojas también amarillas, en su mayoría,
algunas, ocres.
Y yo... que entonces iba triste,
reflexiva
¡me sentí resucitar!
nada puede con la naturaleza,
¿qué sería de nuestra vida?
¿qué sería más digno y merecedor
de observar, detenerse, admirar,
agradecer por su existencia?
todo cambió
solo al contemplar tremenda belleza;
belleza que no cuesta nada,
salvo nuestros cuidados,
nuestros mínimos esfuerzos
para su no extinción;
entendí
que mi tristeza,
mis cavilaciones,
eran vanas;
que lo tenía, lo tenemos todo
mas sufrimos por lo que creemos
que nos hace falta;
muchas veces, -no digo en todos los casos-,
poseemos mucho más de lo que necesitamos;
y si adquirimos un objeto,
así sea, un bien muy preciado,
al rato,
al obtenerlo,
pierde su antiguo valor.
Es algo más
que acumular,
que ponernos,
que colocar en un estante;
a veces, muchas,
ni recordamos que existe;
hasta que un día
decidimos que es viejo
y lo regalamos, lo arrojamos por ahí...
¿quién sería capaz
de tirar, porque sí, esos árboles otoñales,
más bellos que cualquier objeto, cuadro, pintura?;
¡no existe fotografía, ni dibujo,
ni pinceles que puedan sustituir
esa presencia, su olor, el dorado que nos inmola
cuando pasamos
y su imagen
se imprime en nuestra mente,
en nuestro corazón
cuando los dejamos atrás!;
aunque, sabemos,
mañana, algún tiempo más subsistirán
y llegará el invierno
de ramas despojadas,
nevadas en algunos sitios;
más tarde, el verano,
con días ardientes,
frutales, perfumados
para volver a encontrarnos
con el exultante nuevo otoño,
-porque nunca se ve igual-
¡deleite incomparable
para nuestros ojos!
esas hojas lujosamente ataviadas,
sin pretensiones de elogios, ni de festejos,
rodeando nuestros pasos,
cayendo sobre nuestros hombros,
estemos donde estemos;
hasta el final
de nuestro tránsito.
(Siempre
que logremos detenernos
para ver, ¡de verdad!).