Entre las tantas miradas
que se cruzan con la mía,
acá nomás,
al salir de mi casa,
en las veredas,
en las calles,
en los comercios,
en alguno que otro café,
donde sea;
entre las muchísimas miradas,
algunas conocidas, otras que no distingo
o jamás vi
se desliza
una mirada que jamás olvidaré,
por más que crea que es así,
por más que lo intente
o ya ni siquiera lo intente.
Ojos soñadores
como pocos,
con una picardía,
muy particular,
al mismo tiempo;
miradas que sabían
lo que tenían o deseaban expresar
siempre.
Me observo en el espejo:
¡cómo cambió mi propia mirada
desde que no veo, ni siquiera en fotografías,
la tuya!
quedó instalada
esa expresión
que sí ríe, ocasionalmente,
pero tiene mucho llanto
encerrado,
oculto
para quienes no me conocen,
también para los que sí.
(¿Por qué contarles
esta historia tan triste?)
un día...
¡que venías!
miles de kilómetros
atravesaste.
Yo esperando,
no sabiendo qué hacer,
qué iría a pasar o qué no iría a pasar,
yo esperando,
ansiosa, temerosa, alegre,
pero no tanto;
imaginé, de algún modo,
que no iría a suceder.
Tu tren pasó
¡literalmente!
frente a mi balcón
pero no bajaste.
No te atreviste.
Tuviste miedo, ¡no eran tan intensos esos sentimientos,
esa pasión!
tal vez, consideraste que no valía la pena
el riesgo de perder tu estúpida rutina,
con todas esas personas que ni siquiera te importan.
Yo lo sabía.
Tampoco fui la "gran valiente".
Hubo una ocasión en que pudimos,
en que casi lo conseguimos
y reconozco haber sido yo
la que, quizás, temió perder su estúpida rutina.
Así somos, a veces,
las personas
o algunas.
Tantos deseos,
tantos planes,
todas esas ansias incontenibles
y cuando podemos lograr
algo, lo que fuera
nos retiramos,
nos negamos,
nos ocultamos.
¡Como si huyéramos
de la felicidad!