Si miro
sus ojos,
toda ternura,
frescura,
unidas
a esa avidez
por saber,
por conocer,
por seguir insistiéndole
a la vida,
¿quién sabe?
por mucho tiempo más;
si escucho sus palabras,
renace en mí aquel tiempo
de palabras elogiosas,
dichos, frases
que me parecían tan insignificantes
frente
a alguien, -según lo percibía-,
tan grande;
reconozco
esa sensación,
ni hablar del esfuerzo absurdo por demostrar
lo poco que entonces
tenía
o creía que tenía
por demostrar.
Al fin de cuentas,
se cansó de mí
más allá de todo empeño,
de toda admiración,
de todo mi ¿amor?;
deduzco,
ahora que pasaron los años
que nunca pero nunca pero nunca
se debe renunciar
al propio pensar, opiniones,
deseos;
ni fingir, ¡jamás!
que se es de otro modo,
que se opina como el otro,
que se eligen, se aprecian
las mismas cosas
cuando no es así,
cuando nunca fue ni será así;
por eso,
¡solo lo que el corazón dicta!
y luego se verá.
no importa si llega o no,
si se recibe mal o bien,
se hace lo de uno,
lo mejor que se puede,
con toda la pasión que nos inspira;
se es
no solo el producto
de generaciones anteriores:
¡único, insustituible,
y por ello, maravilloso!
no importa
si decirlo o manifestarlo
aleja
de alguien que agrada,
a quien se cree, incluso, amar;
importa eso en el medio del pecho
cuando llama, aparece, escribe,
dice lo que sea, lo que tenga ganas,
lo que siente
o no.
Importa
esa chispa que estalla en uno
ante esas miradas,
esa voz, esos gestos,
esa presencia.
Lo que en verdad moviliza;
así se escape
la más imbécil de las frases,
así uno se considere
torpe, en ocasiones;
así
se sea tan implacable con uno mismo,
al punto de superar
a cualquiera;
urge...
¡abrazarse
para poder abrazar!
¡amarse
para poder amar!