¡Qué tarde
llegaron sus ojos
a mirarla!
¡a dejar de mirarse
únicamente a sí mismos!
¡qué tarde!
El encanto
se había esfumado,
como lo haría ese verano,
como lo haría el siguiente invierno,
como lo harían
las hojas de los árboles
en el maravilloso siguiente otoño
y los que vendrían.
Ya no temblaba,
no esperaba, no temía;
le daba igual
esa ancestral presencia-ausencia,
Todo pasa:
el dolor, la espera, las ganas
y el amor.
Hasta que llega el día
en que lo que perturbó el corazón,
alteró el espíritu,
desdibujó momentos,
planes, ideas,
transformó la rutina,
en todos, tantos sentidos,
increíblemente
o no,
deja de importar,
no moviliza,
deja de perturbar
las noches
y los despertares;
no existe.
Algo así le sucedió, al parecer,
a Penélope,
-según dicen por ahí-:
harta de padecer en vano,
arrojó, para siempre, a un barranco
sus elementos de tejido:
a partir de ese hecho,
cuentan que se la veía muy sonriente
empeñada como estaba
en recomponer su vida.