El niño corría asustado. El hambre, saciado únicamente con algunas naranjas y limones que caían de los árboles.
El niño había corrido hasta allí y se veían personas, a lo lejos, -ni siquiera imaginaba que estaban por él-. Que lo estaban buscando desde hacía días.
Cuando se cansaba, dormía un rato, recostado en el borde de un pequeño charco y antes de cerrar los ojos, se arrodillaba sobre la tierra y le rezaba a las estrellas. Les pedía que le dijeran a diosito que su mamá o su papá lo encontraran.
A veces se sentía mal, le dolía la cabeza, todo el cuerpo. Le costaba muchísimo incorporarse.
-¿Por qué no vienen a buscarme?- se preguntaba. En su mente de niño pequeño fantaseaba con que habían ido a la ciudad a comprarle ese juguete que le habían prometido. -Por ahí, hay mucha gente y están esperando, ¿Pero cuánto hace que estoy acá? ¡Odio las naranjas y los limones! extraño las comidas de mi mamá.-pensaba. Y lloraba. Mucho.
Hasta que lo vio: -Un militar, ¡un militar! ¡que miedo! ¿y si me mete preso?-
Entonces retomó la carrera, aun con las pocas fuerzas que le quedaban...se alejó tanto que llegó hasta un páramo. Ni naranjas ni limones ni agua ni militares. Nada.
Se hizo de noche y se detuvo para rogar a las estrellas que le pidieran a diosito que alguien -pero no un militar-lo encontrara.
De tan extenuado, hambriento, sediento, cayó dormido.
Solo. En medio de la oscuridad más absoluta.
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Transcurrieron meses, largos meses hasta que alguien que pasaba por ese sitio lo halló. Estuvo a punto de desvanecerse al ser testigo del más terrorífico escenario: apenas, los restos del pequeño que soñaba con un juguete y le rezaba a las estrellas. Noche tras noche.