Siguió y siguió
persiguiendo los pasos
de quien había olvidado
su ruta,
de quien se había extraviado
en algún camino;
ella también creyó
haber perdido su rumbo:
claro que se perdió
pero volvió a encontrarse,
cayó en el barro, resbaló en la nieve,
se incorporó,
retomó su objetivo
aunque por momentos, lo olvidara;
ella sabía que era por ahí,
podía oler como un perro
ese andar, esa vestimenta;
esa presencia,
-¿esa ausencia?-
que la perseguían desde hacía tiempo,
desde siempre;
en pos de ellas
no desistía,
la animaba
el recuerdo de aquel abrazo,
de otros, ¡de tantos!
de esa exclusiva sonrisa,
de esa calidez
que la envolvía
solo al rememorarla;
la tormenta de nieve,
cada vez más intensa;
tuvo que refugiarse
en una especie de caverna,
su abrigo no era suficiente;
mas no abandonaría,
¡no esta vez!
alguien pasó,
una luz potente encegueció
sus ojos, su discernimiento:
y ahí se encontraba,
de pronto,
sentada junto a un desconocido, en su imponente camioneta;
parecía un buen hombre,
parecía interesarse por su estado,
le ofreció
contención, abrigo,
le preguntó a dónde se dirigía:
ella mostró un papel
con una dirección
y le dijo:
-voy en busca de todo lo que me importa,
si muero en el intento,
da igual-;
el hombre
giró la cabeza y la miró con cierta compasión:
-Perdone, señora o señorita,
permítame decirle que todo lo que debería importarle
es usted misma, su salud, su vida-.
Ella sonrió débilmente:
-Él es mi vida, señor-.
Y siguieron por la ruta,
ambos, en silencio
¡la distancia era enorme!
mas ella lo sentía cada vez más cerca,
su corazón latía y latía
anticipándose a ese supuesto reencuentro.