Será una frase repetida con insistencia
pero acertada, ¡juro que es acertada!:
el amor, -genuino, claro-
todo lo cura, todo.
Pienso en qué seria de mí si no tuviera a esas personas
-aunque no crean que siempre me alientan o me apoyan-,
mas siempre están,
cuando padezco un mal físico o del alma,
cuando ya no me parece increíble
esta vista desde mi ventana,
cuando los ojos se me llenan de lágrimas,
quizás, por no habérmelas permitido
en su momento.
Hay clamores, hay resentimientos,
¡hay rabia, impotencia, dolor!
provenientes desde muy lejos.
Sin embargo, están ahí,
¡podrían palparse!
en la cabeza, en el cuerpo,
en el espíritu,
insisten con ese ronroneo aturdidor,
imparable;
nos parece, entonces,
que algo, alguien, de ahora, de antes, de nunca
nos detiene,
¡que lo seguirá haciendo!
nos impide seguir
con nuestros y solo nuestros
empeños;
nos impide
reír con ganas,
hacerlo todo,
¡lo que nos apasiona!
con el mismo ímpetu;
pero llega la mano en la espalda,
la palabra justa, necesaria;
esa palabra, esas palabras
que plagiamos dentro de nosotros
para acudir a ella, a ellas,
en momentos de incertidumbre,
de aterrizaje, nada forzoso,
de experiencias nefastas: recientes, pasadas,
¡incluso, imaginarias!
que creímos superadas
pero no:
ahí están,
al acecho, en cualquier lugar,
en el menos pensado recodo
de nuestro interior;
pero, insisto,
acudir al amor
es mejor, mucho mejor
que cualquier medicamento;
el amor verdadero nos hace sentir en casa,
estando en cualquier parte.
Ese amor
no necesita de grandes exhibiciones,
ni tiene que recordarnos, jamás,
su permanencia
por siempre.