Llorar
por rabia,
llorar
por injusticias,
por decepciones;
llorar
por no saber qué hacer
ni qué decir;
llorar
por lo que se creyó
tener para siempre
y un día
se perdió;
llorar por lo inevitable,
llorar por lo que pudo evitarse
-o así se lo ve con el tiempo-;
llorar
entre árboles,
en plena calle,
con, sin testigos;
en las veredas,
engalanadas con hojas amarillas.
Llorar
porque es otoño,
¡se esperó tanto!
mas esa dicha esperada
no llegó, no se pudo;
llorar por haber dejado de creer,
llorar por creer que se debe dejar de creer;
llorar
por lo que quizás,
no suceda,
porque quizás sucedió
en forma similar
y no darse cuenta
de que se trata solo de un triste recuerdo;
llorar
si el día es gris,
llorar
de emoción,
ante esas pequeñas felicidades
como un gesto, una palabra,
un rayo de sol atravesando la ventana,
un pájaro que sobrevuela
majestuoso, frente al impecable telón azul;
en ocasiones, alcanza
con un café caliente,
un abrazo, un beso,
la palabra exacta que levanta,
¡que invita a resurgir!
llorar
por miedo a volver
a aquello,
llorar y reír al mismo tiempo
cuando se sabe que no se volverá
a aquello;
en fin,
llorar
no es exclusivo de mujeres,
ni de hombres,
ni de niños.
Cualquiera puede llorar
si eso lo alivia,
luego de arrojarse, por un momento,
al pozo de la desesperación
antes que las lágrimas
lo limpiaran,
¡lo sanaran!
¿es la cabeza,
es el corazón, el espíritu?
todo se reúne
en tal despliegue acuoso
que parecería
-solo parecería-
no acabar
jamás.