Tardé muchísimos años
en entender,
en aceptar
que el amor
no tiene que ver con la posesión,
con la apropiación de la cabeza,
del alma
¡de la libertad!
de nadie;
quien ama, si ama de verdad
desea que el ser amado
sea feliz,
se preocupa y se ocupa
si le ocurre algo grave,
está.
Está siempre
o cuando puede
y se sabe que si no está
es porque no puede.
Y no hay demandas
de ninguna clase,
no hay cuestionamientos,
ni competencias vanas,
jamás dominantes
ni dominados;
quien ama a alguien
es paciente,
comprensivo,
acepta las debilidades y valora las fortalezas
del otro,
como aprendió a hacerlo
con las propias;
si un día llora
así no encuentre su hombro
sabe que está,
que estará en un rato más
u otro día;
en fin, quienes comparten un amor,
de los genuinos
no dudan,
se dicen las cosas tal cual son,
se comparten temores, logros,
sin necesidad de disfraces,
de armaduras,
de fingimientos.
No hay elucubraciones,
no hay segundas intenciones,
no hay planes;
solo se siente lo que se siente
aunque no se le encuentre un nombre
-o ni siquiera se lo busque-;
no importa la duración
del tipo de relación que fuera;
no importan distancias,
obstáculos, ausencias;
el amor supera, es mucho más fuerte
que todo lo demás;
el amor
es auténtico.
Si un día uno de los enamorados deja de ser correspondido
lo comprenderá, a pesar de que lastime;
porque pudo haberle sucedido
a él mismo;
se alejará o no se acercará demasiado
porque el bien del otro
-que es el suyo-
es todo lo que importa.
Porque amar, sentir, extrañar,
alegrarse o entristecerse
-según sean las circunstancias que atraviese el ser amado-
es lo que el amor significa
(además de otras cuestiones).
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