No esperar
el llamado,
la palabra,
el cumplido,
la presencia;
tampoco, asumir
una posible ausencia.
No esperar
nada, ni a nadie
ni en el lugar propio
si lo es,
ni en ningún otro
que pudo haber sido
y definitivamente, no lo fue;
no esperar
pequeños,
medianos, grandes
logros
ni vaticinar fracasos;
no aguardar
recompensas,
aplausos,
aprobaciones,
ni vislumbrar imposibilidades.
Nada, nada por esperar:
ni amor,
ni amistad,
ni compañía,
ni comprensión,
-tampoco imaginarse incomprendido-;
no esperar
junto al maldito teléfono
la voz que no va a llegar;
¡tampoco estar atentos
a esa supuesta certeza!
no escribir a nadie el mensaje
que nosotros nos enviaríamos
¡el otro, la otra
no son iguales,
no piensan del mismo modo!
No esperar
pena, consuelo,
consejos.
No esperar nada de nada,
tampoco de nuestra parte;
no acosarnos,
no reclamarnos,
no exigirnos,
no culparnos
por haber hecho esto, lo otro
o no.
Fluir,
dejar ser
a quien sea,
¡a uno mismo!;
permitir que el devenir
resuelva;
tan solo tomar por ese camino,
el preferido
u otro
y seguir haciendo
lo de siempre
o algo nuevo,
¡sin condiciones,
sin prejuicios!
así, tan tremenda carga,
se esfumará;
si nos abandonamos
en los brazos
de las circunstancias,
si dejamos brillar al sol,
a los árboles, entregarnos sus dones,
¡a la vida, hacer lo suyo!
a los que se quiere,
querernos como quieran
y no como nosotros querríamos;
retozaremos, entonces,
en el confortable lecho de la libertad,
nuestro espíritu
volverá a sonreír;
nada, nadie
nos quitará el sueño,
ni la vigilia;
el día, la noche
nos apaciguarán
o nos incitarán
¡a hacer, a crear!
porque nada esperaremos,
porque nada les pediremos
entonces todo
o lo que tenga que ocurrir
ocurrirá.