Cuesta entenderlo
¡ y agota tanto explicarlo,
explicarlo, explicarlo!
el motivo por el que uno se detiene, embelesado,
ante cada una de las hojas
de uno, de todos los árboles;
por qué siente, en ocasiones, que la lluvia
le devuelve, por un rato, a su alma perdida
y puede oírla, percibirla
en sus gotas blancas,
en su melodía silenciosa;
nadie va a entender
o casi nadie
cuestiones como esas;
el motivo
por el cual uno puede despertar con ese atiborramiento
de palabras, de frases,
de ideas;
el por qué
de esa necesidad imperativa
de volcarlas
y lo difícil
que resulta
explicarlo,
proyectar en otros
esa ansiedad, esa emoción:
la del acto creativo,
posterior a todos
esos pensamientos,
traducción
de todos esos sueños;
es complicado
hacer entender
ese llanto o esa risa súbitas,
ese temor
a las pérdidas,
al padecimiento
cuando se ama
a alguien,
también, cuando no,
también, ante sufrimientos
que podrían sernos ajenos.
Así somos los que escribimos
cosas como estas
o mejores, claro.
Esa melancolía
que nos toma por asalto
y nos abraza,
para arrojarnos, junto a la imaginación,
a las líneas que aliviarán esa felicidad tortuosa,
-aunque esto resulte un oxímoron-.
El corazón del poeta
no deja de sentir, de añorar,
de desear,
la cabeza, de "ver"
y allí surge
esa urgencia de trasladarlo al papel,
a la pantalla;
el otoño
lo lleva al paroxismo;
¡el poeta revive
en otoño!
no pierde ni una sola oportunidad
de observar y si es posible, caminar,
entre o sobre las bellísimas hojas
amarillas, ocres, rojizas
que un generoso gigante natural
le obsequia;
¿cómo trasladar
todas esas sensaciones, esas experiencias?
no es simple,
como suele creerse.
El llanto, la risa,
la rabia, la frustración,
los temores,
todo convive
todo o casi todo
el tiempo;
así somos
aunque no pedimos serlo,
aunque no lo planeamos,
aunque no sepamos de dónde, de quién proviene:
los poetas.