¿Inocente?
no sé si tanto;
sonreía mentiras,
de aquí para allá;
mientras, en su cuarto,
lloraba, se lamentaba,
se autocompadecía.
Era una habitación enorme,
repleta de lugares de guardado
atiborrados de distintos objetos,
ropa, zapatos;
todo era enorme
en su entorno,
excepto
su autoestima;
ella fingía,
a sabiendas,
que nada le importaba,
que todo estaba bien;
-una felicidad ficticia-.
Sus sueños
ignorados,
-a pesar de que los recordaba perfectamente-,
como esas películas
que ya se vieron
y se dejan en la pantalla,
aunque
no se les preste la menor atención;
de algún modo,
esa era su vida.
¿Inocente? ¿buena?
¿incapaz de...?
en verdad,
detestaba a prácticamente todos,
impedía, dentro de lo que le era posible,
cualquier tipo de contacto;
un saludo con la mano,
desde lejos
y ya;
fingía, sin embargo,
tener amigos, ideaba y mencionaba conversaciones
que nunca habían existido,
reuniones
que nunca se habían concretado,
ni lo harían.
Fingía.
Gustos, afinidades,
aficiones, trabajos, salidas,
viajes.
Todo era un engaño.
Engaño
en el que, tal vez, quería creer.
¿Por miedo?
su particularidad
consistía en esos ojos impresionantes,
una mirada que enternecía,
subyugaba, convencía a cualquiera;
se creía única,
a pesar de todo,
sabiéndose compartida
y eso sí le dolía.
Tanto
que se alejaba
de quien no la hacía saberse elegida,
exclusiva.
No conocía el amor,
no tenía idea de su incondicionalidad;
inventaba sentimientos en otros,
los volvía reales y los demandaba;
¡siempre demandaba atención!
ser escuchada, ser entendida,
aunque ella no lo hiciera;
en fin, no se interesaba por nada
ni por nadie,
menos, por sus respectivos problemas;
lo tenía todo,
menos,
alma.
Nunca supo
lo que se experimenta en el contacto real
con otro,
en la empatía hacia los demás;
en ese llorar lágrimas ajenas,
abrazando a quien fuera,
conteniéndolo;
no, ella no sabía
sobre esas cuestiones.
Ni sobre los latidos imparables
cuando el amor acecha
y uno no puede resistirse,
ni evitarlo, ni huir de él;
nunca supo
de eso.
Su egoísmo
apenas, la conducía
a esa necesidad de ser prioridad
de alguno, de muchos;
despojada, absolutamente,
de afectos;
su único mérito,
podría decirse,
estaba en esa mirada especial,
jamás vista.
Nadie podía dejar de reparar en ella,
esos ojos inmensos
reflejaban cierta ternura, cierto desamparo,
¡una supuesta inocencia!
quizás,
su verdad:
la que hasta ella misma
desconocía.
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Se quedó sola
para siempre.
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Luego de un largo tiempo,
la encontró, por casualidad,
un chico
que solía llevarle mercadería:
ella, o lo que quedaba de ella,
¿descansaba? sobre el inmenso lecho.
Rígida, helada.
Nadie supo
cómo había sucedido.
Ni pudo vislumbrarse
a través de sus ojos:
dos párpados resecos
sellaban aquel antiguo atributo.
les preste atención;
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