¿Me esperaban?
-no, en realidad no-
las campanillas violáceas;
nadie sabe, nadie se pregunta
quién las plantó en ese sitio,
por qué se aferran
a ese alambre
junto a la vía del tren;
¿el viento habrá transportado
allí sus semillas?
es temprano
todavía:
el refrescante, espléndido collar
luce en todo su esplendor;
¿el sol
se regocijará al acariciarlo?
ellas
sin saberlo y sin que casi ninguno
lo sepa o le importe
vivifican
uno de tantos insignificantes rincones de la ciudad;
animan las miradas de los que sí saben apreciarlas,
así, ellas no lo adviertan;
nunca dejan de regocijar
al ocasional caminante.
Cuando regreso,
el cielo comienza a apagarse:
se inicia la despedida
del precioso ornamento.
¡Hasta mañana!
les dice mi silencio
casi casi con tristeza;
las dejo instalarse
un rato más en mi vista,
en mi alma.
Ellas se cierran
y el espectáculo finaliza;
así es que regreso
al lugar donde se supone
que habito;
comienzo a entender
-o lo sabía desde antes-
que esta tarde
que por un rato, creí, creímos eterna
como tantas, como todas,
de pronto
desaparece.
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