Le temía
a la noche;
la veía
como el fin,
como el lapso temporal
de la conciencia de lo no realizado;
tal vez,
ni siquiera planeado
lo suficiente;
ese día y tantos otros
ella era, a mi juicio,
la que los ocultaba,
la que hacía que se perdieran
para siempre;
entonces, lloraba,
maldecía,
me demandaba,
me condenaba;
pasó el tiempo.
hoy no la veo de ese modo.
La noche, en efecto,
es la culminación de cada día
pero también
la promisoria antesala
de un futuro, ¿por qué no?
mucho mejor;
¿y si mañana
sucede lo que aspiro,
lo que tanto imaginé que sucediera
y no fui capaz, no me atreví,
me lo impedí
quién sabe por qué motivos?
la noche
no permitió jamás
que pensara en otra cosa.
Así,
comencé a verla de un modo muy distinto:
la eterna guardiana
del misterio, de la magia, de lo sorprendente,
poseedora de la varita transformadora
que hace que todo se vea posible,
que todo lo sea,
si uno pone de su parte,
en principio, las ganas, la esperanza;
la noche nos incita
a renovar aquel antiguo sueño,
a crear nuevos sueños,
insospechadas expectativas;
hoy, mañana, pasado,
¡se concretarán!
la noche es el telón
detrás del cual habita la promesa de la mejor obra teatral,
de la cual somos, seremos, indiscutibles protagonistas;
sin ella,
no habría motivación,
ni secretos, ni sorpresas;
si la luz del día
fuera permanente
se extinguiría la gracia
de recibir ese fulgor;
cada noche oscura,
sensual, sublime,
¡creativa!
al llegar a su fin,
nos arroja
a la luz, a la verdad,
al autodescubrimiento,
a la recuperación
del sentido, de nuestra esencia;
en tanto el sol,
se lo vea o no,
agita, imperturbable,
nuestro ansioso,
quizás, algo alicaído
sin dudas, imperecedero
espíritu.
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