¿Hay rituales
para el olvido?
el cuerpo
parece sangrar
y es el espíritu
que va perdiendo su brillo,
hasta sentir
que se desvanece;
las lágrimas
quizás, no brotan
como se necesitaría;
se insiste
en esa sensación
de no valer lo suficiente,
de no haber podido con...
de fracaso.
Hay una especie de regocijo
como si se necesitara compensar tremendo desgarro;
luego,
transcurrido el tiempo
que cada uno requiera,
llega la rabia,
¿el odio?
dejar de culparse,
para trasladar la culpa
a las circunstancias,
al otro,
a las expectativas
que imaginamos
generó
ese otro
como si nos hubiera robado
el tesoro más valioso,
irreemplazable;
como si nos hubiera
atravesado con un puñal
y en nuestra agonía,
insistiéramos en acusarlo, insultarlo,
enviarle maldiciones;
es triste
pero también morboso.
Ese despedazarse,
en definitiva,
a uno mismo
en pos de
nada.
La persona que decidió partir,
difícilmente cambie de idea;
mucho menos, decida retomar
¿en donde dejó?
¡dejó desde antes de dejar!
cuando era visible
y no se quiso ver,
cuando sus ausencias
se prolongaban
y justificábamos
y justificábamos
cuando en verdad,
no entendíamos qué pasaba
o no queríamos entender.
Hasta que un día
uno se despierta
y se experimentan
energías renovadas,
incluso,
aspectos de nuestra personalidad
que ignoramos por años
y de pronto, se exponen
¡para que se despierte
de esa pesadilla!
así,
se comienza
de nuevo.
Más golpeados,
más temerosos,
con menos ganas
o menos ilusiones,
con menos, muchas menos
demandas, exigencias,
¡toxicidad!
solo entonces es posible recomenzarse:
cambiar de persona, de personas,
de ambientes,
de caminos, de calles,
de actitud;
de ese modo,
podríamos aniquilar,
¡al fin!
la tan patética
autocompasión.
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