Cuando despierto,
cuando me desperezo
y enseguida abro las ventanas
para que el sol me atrape,
así haga frío
o calor;
intensa
porque me llevaría a casa
a todos esos árboles,
algunos, aún vestidos de primavera;
otros, verdes, frescos,
cada uno con sus frutos;
intensa
también en otoño,
caminando, con una emoción indescriptible
sobre ese mullido almohadón
de hojas
secas;
intensa
al observar con gran placer
a las que siguen hamacándose en las ramas,
rojas, ocres, amarillas...
Intensa
porque miles de palabras
desfilan como hormigas
dentro de mi cabeza
y no puedo con ellas
y resultan ser ellas las que me organizan
este, tantos escritos.
Intensa
porque escribo sobre mi dolor,
el de otros,
sobre mi sentir,
mi pensar, mi cuestionarme
tanto
o nada;
intensa
pues, me involucro en las vivencias
de tantos;
intensa
porque si amo
lo hago con todas mis vértebras,
con mi sangre,
con todo mi cuerpo;
también con la intensidad
de mi espíritu;
¡intensa!
apasionada, empecinada,
sin renunciar, sin dejar atrás
lo que me desborda;
así soy.
A muchos
asusta, escandaliza
tremenda intensidad;
ellos, al parecer, eligen acallar sensaciones,
pensamientos, dolores.
¡Sofocan gritos
que los torturan desde hace tiempo!
no es mi caso.
Si tengo que llorar, gritar,
lo haré aquí, afuera, en las calles,
haya o no otras personas
testigos ocasionales de exhibiciones
que no comprenden
aunque quizás, no les sean tan ajenas;
nunca o muy pocas veces
me enfrenté a intensidades, siquiera, similares.
Pero no importa.
Si leo, si escribo,
si estudio, si amo,
si observo, si deambulo por ahí,
si tomo un café,
si converso, si doy la mano,
si abrazo;
si me detengo ante esa bella enredadera,
hacia la mariposa que justo se cruza en mi camino;
si un pájaro,
el de siempre, el de nunca más
se posa
siquiera un segundo,
en mi balcón,
mis latidos serán tan intensos
como lo son en todo.
¡No podría concebir mi vida
de otra manera!
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En fin,
me despido
deseándoles, intensamente,
el mejor o uno de los mejores
domingos de su existencia.
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