Finalmente,
uno se queda
con quienes están
sin que se lo pidas;
quienes te alcanzan
una taza de café
cuando estás triste
o preocupado;
quienes prestan atención
a tus comentarios, a tus historias,
a tus inquietudes.
Es decir,
quienes te quieren realmente,
sin necesidad
de expresarlo en palabras,
ni en obsequios;
basta con una palmada en la espalda,
un fuerte abrazo,
para sentirse en casa,
el día en que la casa se ve más limpia,
más ordenada que nunca.
Si hay que pedir,
no sirve;
no sirve esa persona,
ese amigo, ese amor,
ese contacto;
pues rogar afecto,
comprensión, apoyo
es humillante,
¡muy humillante!
uno se siente
como el mendigo
que extiende una lata, un sombrero,
en que algunos, al pasar,
arrojan
sin siquiera mirarlo,
un par de monedas;
el amor, la amistad, la empatía
son bienes, en ocasiones,
inalcanzables
y fácilmente reconocibles
si se está atento
y deberían ser fácilmente desechables
en caso de descubrir el engaño, la superficialidad,
en ciertos casos,
la búsqueda de algo conveniente
a través de ese vínculo;
no es difícil
diferenciar entre unos y otros.
Difícil es reconocerlo,
aceptarlo;
dejar de empeñarse
en cambiar a quienes no desean ser cambiados,
planear, idealizar relaciones afectivas
con gente que nunca nos colma,
ni lo hará.
Nos hace sufrir.
Nos debilita
emocionalmente,
arrastrándonos
a un pozo
oscuro, profundo,
mucho más
que la soledad más absoluta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario