Creen que comprenden,
creen que pueden opinar,
¡aconsejar!
aseguran saber lo que hay o hubo que hacer
o decir
en cualquier situación;
¡nadie puede decir a otro
qué tuvo, tiene que hacer o decir,
cuando no presenció, no participó,
no sintió, no vivió las mismas circunstancias!
no escuchó realmente,
no leyó esos comentarios,
no vio caerse, de pronto,
un estante de libros
de terror
sobre su cabeza;
no experimentó esos latidos,
ese miedo,
ese desgarro,
esa decepción,
¡esa desesperación!
entonces...
no pueden juzgar,
¡nadie tiene derecho a hacerlo!
mucho menos,
si no hubo alguien en sus vidas
que las alteró
en mil maneras:
en amor, felicidad, delirio,
pasión,
¡ganas de seguir!
y luego, tantas ideas oscuras,
vivencias oscuras,
todo eso
que se desata
cuando se deshace
algo tan ansiado,
tan quizás, sobrevalorado,
tan instalado
en el más alto peldaño
de una pequeña
escalera de seres elegidos,
seres
en quienes se creyó,
-erróneamente o no-
hasta las últimas consecuencias;
no, nadie que no haya vivido
en el infierno,
en esa sensación de manos
absolutamente vacías,
en ese continuar
sin continuar,
puede siquiera,
intentar entender:
ese ir de acá para allá,
cumplir con lo necesario,
fingir -pésimamente-
que todo sigue igual,
todo
hasta lo más sencillo,
deambular
como un zombie,
sin que nada perturbe:
ni el dolor, ni la rabia,
ni la sensibilidad,
nada de nada
¡porque todo, ¡todo! fue perturbado
de la peor o una de las peores formas!
¡Sépanlo, las hay!
personas a las que cuesta demasiado
recuperar
la voluntad, las ansias, el objetivo;
las hay
que renunciaron
y dejaron de luchar.
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