Nunca me gustaron
las macetas.
En realidad,
las plantas, arbustos,
encerrados dentro de macetas;
siempre me pareció una actitud egoísta,
frívola,
inhumana,
la de atrapar a un ser vivo,
reducirlo a un espacio muy limitado,
solo para gozar al contemplarlo,
para experimentar cierta inspiración,
basada, tal vez, en la añoranza
de tiempos tan lejanos,
tiempos,
sitios, agrestes,
de casas amplias,
jardines,
espacios abiertos,
a los que llamaban "potreros";
los árboles, arbustos, pasto, flores, frutos,
por todas partes,
¡y nosotros, los de antes,
corriendo,
con todas esas ganas de recoger las deliciosas moras
que brotaban
aquí y allá,
comiéndolas, enseguida,
junto a su fuente de origen!
¡la ropa sucia,
tierra, pasto, verde,
el rostro, encendido,
por un sol que no dañaba!
miro, entonces,
a mi pequeño pino,
¿mío?
de la naturaleza;
¿cuál sería el deleite de verlo crecer,
expandirse, reverdecer,
-como puede-
a cambio, apenas,
de un poco de agua
que nunca sé bien cuándo
ni cuánto?
¿Por qué, entonces,
alguien le robó a ese pino pequeño
su derecho a la libertad,
su posible vida en un ámbito
que le fuera amigable:
un bosque,
un campo?
¿por qué yo fui a comprarlo?
¿por qué me apropié, sin más,
de su existencia?
inexperta total,
rociándolo con mi regadorita,
un poco,
¿un poco más?
sin saber,
sin saber nada,
sin tener la más puta idea
de su sed.
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