Otra vez
apenas, unas ramas
casi desnudas:
la lluvia, el viento,
se llevaron los dones de mi enredadera;
sus flores, las que quedaban,
salpicadas entre los rieles de las vías,
algunas, en las veredas cercanas;
ella, de todos modos,
no cesará en su insistencia:
nuevas flores,
nuevas hojas verdes,
más lindas,
más frescas,
surgirán
en breve tiempo;
volverán a embellecer
ese rincón olvidado
que pocos conocen
o advirtieron;
pero eso
a ella tampoco le preocupa;
renovará, en efecto,
su verde,
su tiara de campanillas
para brillar como nunca,
como siempre;
nadie la colocó,
nadie la plantó allí;
quizás, cierta ventisca
depositó sus semillas;
hace años
que me detengo ante ella,
cada vez que paso;
admiro
sus continuas, incondicionales,
mutaciones;
me alegro
cuando la veo renacer,
luego de alguna tormenta;
¡jamás
interrumpe su renovación!
¡tenemos tanto
que aprender
de ese regalo de la vida
que bordea, sin pedirlo,
sin esperar nada,
las vías del tren!;
sigue los designios climáticos
y nunca es la misma;
no llora su follaje
caído,
aun ignorando
que se cubrirá enseguida o al tiempo
de uno nuevo, tal vez, mejor
que también
un día perecerá;
se aplastarán hojas, flores, ramas,
bajo las pisadas de la gente,
la que nunca se detuvo ni detiene
tampoco, en sus días de esplendor;
así, nosotros,
con nuestras pérdidas,
desdén, rechazos,
sacudidas,
al igual que la bella corona violácea
-pero a sabiendas-,
deberíamos ignorar
todos esos pensamientos negativos,
el miedo
a no poder recuperarnos,
a no poder reincidir,
comenzar de nuevo,
¡siempre se puede!
enfocar en lo que viene:
quizás, sea igual o mejor todavía
-como sucede
con la enredadera-;
no cesar en nuestro propio ciclo,
no decaer, así intenten pisotear, de un modo u otro
nuestro esfuerzo, nuestro trabajo,
nuestro ímpetu,
¡nuestros sueños!
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