Olvidar
no es levantarse,
cepillarse los dientes,
peinarse;
retomar,
automáticamente,
las tareas cotidianas;
olvidar
no es seguir
no es hacer de cuenta
que se sigue.
Olvidar
ante un pérdida,
un abandono, un rechazo
no se logra
tan fácilmente;
olvidar.
No alcanza
con dejar de ver esa película,
con ocultar ese libro, ignorar esa página;
tampoco
recurriendo
a sustitutos
que lo empeoran,
que lo agravan.
Olvidar
lleva un tiempo,
a algunos, más o menos
que a otros;
olvidar
es un reto,
un paso necesario,
diría, saludable;
hay quienes
jamás lo consiguen,
hasta en su último aliento
se aferran a ese persistente dolor,
a pesar de la culpa,
al haber sido, siempre, conscientes
del daño que se auto-produjeron,
al regar, a diario,
la planta de veneno
que terminaría aniquilándolos;
se trata de vivir,
de aprender de esos padecimientos,
no de abrazarse a ellos
y no querer soltarlos
¿por miedo
a la soledad?
quizás.
¿Un fantasma
es una compañía?
detrás de esos recuerdos vanos
de lo que no retornará,
de lo que no fue ni será posible,
se oculta
un ladrón:
el ladrón
de los más bellos sueños,
el ladrón
de todo lo bueno que podría pasar,
de todo lo que podría hacerse
con las aspiraciones, las aptitudes, los dones
particulares, privativos
de cada uno
si a ese
ladrón de la magia
se lo dejara
ir.
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