Hubo una época
en que lo importante
se reducía a:
me llamó,
no me llamó,
¿le importo?
¿quiere algo "serio"?
me quiere,
no, no me quiere.
Me dejó.
Está con otra.
No puedo verlo
con otra.
¿Le digo algo?
¿le intereso todavía?
¿Volverá
a estar conmigo?
y volvió,
nomás.
Y duró
un poco más que antes
pero no demasiado.
Y fue fiesta
también, lágrimas, peleas,
separación
y surgió en mí algo que desconocía:
el miedo:
o lo que entonces
reconocí o creí reconocer
como tal;
hoy
que sé lo que es el miedo,
el verdadero miedo
cuando hay tanta gente
que me importa
expuesta a una amenaza,
en muchos casos, letal
imposible o que creemos imposible
de extinguir,
lloro desde lo más profundo
ese miedo,
el más aterrador,
el miedo de todos los miedos:
no se trata
de perder a un novio, pareja,
lo que fuera;
ya no es
un trabajo,
mejor, peor,
sentirme
o no "esclavizada";
hoy
el miedo
invade, corroe mi cabeza
día, noche
y todas sus variantes.
El miedo se hamaca
dentro de mi mente,
entorpece
cualquier otro razonamiento,
cualquier deseo,
cualquier posible sueño,
idea, proyecto.
El único sueño
es sobrevivir.
Y antes que eso
la supervivencia
de los que amo,
de los demás,
de todos, en todas partes;
que nadie más enferme,
que a nadie más le falte el aire
¡ni por un instante!
que nadie más
muera solo, despojado de todo,
despersonalizado,
olvidado,
un temor, por cierto,
muy alejado
de aquellos,
los de los años jóvenes
cuando teníamos el mundo
-así, ni lo notáramos-
a nuestros pies.
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