Yo vi
a esa gente.
Yo vi
a mucha, muchísima gente
esperanzada,
feliz, con todas las ganas,
-también, con mucho miedo-,
dispuestos a poner el esfuerzo,
el apoyo, lo que fuera,
-muchos, a pesar de dificultades físicas-;
Yo vi esos sueños,
los de tantos, miles,
detrás de esos gestos,
esas exclamaciones,
esos cánticos.
Yo vi
que podía ser posible.
Y no me refiero a alguien,
a alguna agrupación, partido,
facción,
como se lo quiera denominar.
Vi a la persona,
a la que representaba a su familia,
vi a las familias,
vi a sus ancestros,
a aquellos que los precedieron
y tal vez, no se animaron
a decir, a estar.
Y los sentí,
me sentí
orgullosa
de formar parte
de un todo indiscutible,
de un todo que anhela lo mismo:
libertad, seguridad, racionalidad;
no solo se trata de dinero,
aunque haga falta
en muchos hogares;
el dinero no compra dignidad,
ni orgullo, ni patriotismo,
no defiende derechos,
mucho menos, inculca deberes;
ni comprensión,
el ponerse en el lugar
del otro,
¡pero de verdad!
también, de uno mismo,
porque somos un todo,
algunos, de un lado,
algunos, de otro,
como sea que pensemos,
que vivamos,
que intentemos vivir,
somos integrantes,
somos un combo, indiscutible
y si nos lo propusiéramos
¡indestructible!
porque no se puede ser feliz
si tantos no lo son;
el dinero ayuda, sostiene,
cubre necesidades,
pero no compra
trabajo, voluntad de hacer,
de crecer, de atreverse,
de pelear, en el mejor de los sentidos;
tampoco compra afectos,
ni alegría genuina;
no compra
ese sentir, indescriptible, al saber que se hizo lo que se pudo,
que se luchó, cada uno desde su lugar,
desde sus posibilidades,
por un país mejor, ¡por una vida, merecida y mejor!
¡contárselo, algún día
a los descendientes, a quien sea!
contárnoslo,
con satisfacción, con la frente en alto,
-y no me refiero a jactancia, ¡ojo!-
a nosotros mismos.
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