Hay días.
Hay días
en que uno
comienza a contar:
¿cuánto hace que...?
¿cuánto tiempo hace que no....?
y se pregunta:
¿cuánto tiempo falta?
¿cuánto más tendré que soportar?
¿podré soportarlo?
días
que son tortuosos,
en los que el cerebro
está como invalidado;
entonces cuesta pensar
¡y necesitamos pensar!
¿en qué?
¿en quién?
imaginamos
que desearíamos pensar
en ese tema,
en esa persona;
al instante, descartamos
esas opciones
pues, llega el
¿para qué?
son días difíciles
pero no imposibles;
somos humanos
por suerte, todavía;
no siempre
suenan ni sonarán campanas
a nuestro paso,
a veces,
son golpes bruscos,
sirenas atronadoras
anunciando
ese para qué,
esos por qué,
esos
¿y por qué no?
deberíamos -o sería una posibilidad-
retomar aquel preciso
extracto temporal
y reiniciar.
Hacerlo todo,
aunque de otra forma.
No como lo venimos haciendo,
¿el miedo nos detiene?
no importa,
lo dejamos,
lo ignoramos;
todo cambio
hace vibrar
de emoción,
también de incertidumbre...
¿y si es peor?
tienta
la comodidad, el lugar común,
el todos los días
iguales,
el tedio
se instala,
carcome
nuestro interior
como tantas otras horribles
sensaciones
que ahogan,
impiden,
nos alejan
de nuestro sentido,
de nuestros deseos casi olvidados
por la costumbre,
¡terrible presión!
que nuestra fuerza espiritual
no puede saciar;
urge, quizás,
acudir
a instancias similares,
a sensaciones
de otras edades pero tan parecidas,
¿qué hicimos
entonces?
lo hablamos con alguien,
con ninguno,
con nosotros mismos.
Y seguimos.
Y acá estamos.
Haga frío, calor,
llueva, se nuble,
salga el sol,
como sea.
Todavía
existe la posibilidad,
¡todavía!
de ser, de hacer,
de decidirnos,
de elegir
el no auto-derrumbe.
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