Ella había naturalizado
esa subestimación,
ese desdén,
¡los gritos!
¡los golpes!
ella
se había "acostumbrado".
Y dejó pasar el tiempo,
dejó pasar demasiado tiempo,
¡años de torturas,
de amenazas, de hostigamiento,
de encierro obligado!
¡años, años pasaron!
un día
habló con alguien.
Ella no frecuentaba
a casi nadie, salvo a su madre
y a una hermana
las que, por supuesto,
ignoraban esta situación;
¿cómo podía contarles
algo así?
reaccionarían mal,
terriblemente mal,
¡le dirían que se separara!
un día
se animó.
El tipo en cuestión
le había dejado un ojo morado
y golpes en los senos.
Y ella
ese día se animó:
fue a un lugar
que le había sugerido alguien,
una conocida.
Le tomaron la declaración,
le hicieron miles de preguntas,
¡la hicieron sentir
como si ella fuera la culpable
de tan injusta y brutal afrenta!
a él
no le hicieron nada.
Ni una citación,
ni una restricción,
nada.
Obtuvo el "famoso"
botón de pánico.
No sirvió de nada.
Él se lo quitó
y siguió amenazándola,
insultándola, abofeteándola,
cada día más.
¡Golpeándola
en todas partes,
en la cabeza,
en el resto del cuerpo!;
ella volvió
a ese lugar,
aprovechando
que ese hombre al que había amado tanto
no estaba.
Lo mismo:
preguntas, pericias psicológicas
¡a ella, solo a ella!
y nada pasó.
Ella es una más
que desde el cielo de las inocentes
víctimas de desquiciados criminales
les recuerda
a todas,
nos recuerda
a todas
que el menor indicio
alcanza.
Que hay que escapar,
a donde sea, como sea,
siempre será mejor
que las torturas psicológicas, físicas.
Que la muerte.
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