Nadie escuchará tu aullido
a nadie importa
si te dañó
aquello;
si esas palabras azotaron tu cabeza,
doblegaron tu ser
al punto de casi no reconocerte.
No.
Nadie.
Ni esa vez, ni ahora,
Ni más tarde, ni otro día
alguien advirtió ni va a advertir
la cuerda que te impide respirar,
el grito, silenciado,
oculto en tu mirada;
esa inconsolable decepción
que sonreís por la calle.
Solo los árboles, sus hojas,
sus flores
pueden contener, sin proponérselo,
una antigua aunque vigente abstinencia
que disimulaste
para no saberte tan herido.
Ellos,
los árboles, sus procesos biológicos
continuarán
sin saber en qué medida reactivaron tu piel,
tus energías, tu espíritu;
sin saberse, en absoluto
responsables
de la reaparición
-cada vez, menos ocasional-,
de tu otra sonrisa:
la de puertas adentro.
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