En el árbol de nuestras vidas
pendía un fruto
¿prohibido?
nunca lo supimos,
ni nos lo planteamos;
un fruto sustancioso,
dulce, jugoso, casi empalagoso;
un fruto que, en lugar de secarse,
renacía a cada instante,
regado por besos que lo vivificaban,
regado por lágrimas, también,
regado por miradas
de esas que miran de verdad;
regado por caricias
suaves,
bruscas, espontáneas,
tentadoras;
todo era pasión,
todo era magia,
todo era eterno,
durase lo que durase;
lo mejor
es que no nos dábamos cuenta;
solo sentir
¡solo sentir y nada más, ni menos!
entonces era verdadero,
tan real como el instante
en que nos fundíamos
y éramos uno;
lo que sea que haya sido,
así, no fuera lo que hubiera tenido que ser,
ni lo esperado;
así, no fuera lo "aceptado",
así, no alcanzara para más
que esos momentos ¡increíblemente
increíbles!
los teníamos, los vivíamos,
porque no pensábamos,
porque no lo cuestionábamos;
porque el futuro no importaba,
porque ni el minuto siguiente se planificaba;
era ese tiempo dulce, cálido,
era ese tiempo sin relojes ni medidas:
eso era todo
así debería ser, supongo,
el amor, enamoramiento
-o como se desee llamarlo-;
así:
sin lapsos,
sin esperas,
sin temores,
al desnudo.
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