Aplastadas
mi cabeza,
mi razón,
mi alma
contra la pared
de siempre,
la pared
helada e impenetrable;
observando, de lejos,
con los brazos caídos,
cómo, cuánto te reís de mí,
de nuevo
y de nuevo
y de nuevo;
no sé por qué
vuelvo a creerte,
no sé por qué
me hago daño
cuando no siento odio por mí,
ni quiero lastimarme;
no sé
si es amor, si es un desafío,
si se trata de un juego
en el que no me gustó,
no me gusta
haber perdido,
seguir perdiendo;
Sé bien que estas lágrimas
no son muy distintas
de las de hace años,
menos, de aquellas de hace
muy poco;
lágrimas exhaustas,
en su intento vano de limpiar
tanta rabia,
tanto desconsuelo;
lágrimas
que un día
no aliviarán;
Quizás, entonces,
aprenda;
y pueda pelear,
por mí, para mí,
con mis propias armas;
¡quizás, el espíritu
recobre su fuerza!
quizás, consiga librarme,
¡finalmente!
de tan tortuosa
condena.
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