Parada en medio de las vías:
el tren,
sus vagones, retorciéndose,
rumbo a su habitual destino,
persiguiendo, sin saberlo, a un atardecer
que nunca alcanzarían;
el cielo,
nubes blancas alternando con nubes rojizas
y de color naranja;
una conjunción de tonalidades,
envidia
del mejor pintor.
¡Y esos árboles,
rebosantes de flores amarillas!
derramando sus obsequios,
entregando todo,
no solo a los que saben
o desean ver
¡y soñar!
Claro que se me veía extraña,
parada en medio de las vías
pero no podía,
no hubiera podido
privarme
de tan imprescindibles, generosas imágenes;
no tuve que viajar a ninguna parte,
ni hacer valijas;
estaban, están allí,
siempre
la naturaleza
en todo su despliegue,
todo eso, tanto
para mí,
para todos los que se detienen,
aun en medio de sus obligaciones,
sus enredos,
su apuro, en ocasiones, innecesario;
agradezco
el poder ser parte
de los no tantos espectadores
también,
de la guirnalda de flores en forma de campanas
violáceas,
silvestres,
¡libres!
ahí, donde casi nadie
o muy pocos
se detienen o detendrían
a disfrutarla.
Y renuevo mi sentir,
mi punto de partida,
mi aliciente,
mi centro.
¡La vida es, por cierto,
maravillosamente maravillosa!
y está tan cerca,
en tantos detalles
que todo el tiempo
se nos escapan;
no quiero que vuelva a sucederme.
No quiero perderme
ni una puesta de sol,
ni el arrullo de los pájaros
en cada árbol,
ni el vuelo de esas pequeñas flores
que luego caer, cual gotas de lluvia
en las veredas, las calles,
¡sobre mi cabeza!
siempre tan colmada,
tan exhausta,
aburridísima
por ese insistir e insistir
en estropearla
con un sinfín
de banalidades.
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