Ni la sombra
de aquellos días:
veredas rotas,
sucias,
alcanzadas por débiles, quebradizas, ramas
de árboles de todo tipo,
añejos, secos,
desnudos, algunos, -varios-
que convirtieron al poco, nada evocado sitio
casi en impenetrable;
eso quedó.
Cual despojos de un incendio,
aquella intersección de calles
las calles de un principio,
el principio
de un final anticipado;
¡qué loco, hallar, aun en esos restos
nuestro primer refugio!
a nadie importa,
desde ya,
quiénes se amaron
por primera vez
en el ahora, lodazal;
nada inclina, siquiera,
a imaginar
que en un paraje tan sórdido
haya brotado un enamoramiento, un amor,
lo que haya sido;
de todos modos,
siempre paso;
no me importa
si se embarran las zapatillas,
si se engancha alguna de mis ropas
en una de las agonizantes ramas;
quizás, me impulse la ingenuidad de creer
en que podría surgir, de la nada, un ser mágico
y con alguna especie de varita
lograra reanimar tantas ausencias:
la del verde en las hojas,
en el pasto,
la del triste entramado de brazos roídos,
la de las veredas hechas pedazos,
las nuestras.
No hay manera,
no aparecerán seres celestiales,
-ni terrenales-
que se encarguen de esa transformación;
sería en vano
intentar, del modo en que sea,
un cambio
cuando pudimos cambiar nosotros
tantas cosas, antes
y mucho más que antes
y no;
no hay regreso
a la posibilidad de enmienda
de tantísimos errores,
a una conversación, siquiera, coherente;
no se hizo demasiado
o se hizo muy poco,
para la recuperación
de cuanto se había secado;
al igual que sucedió con este ámbito,
cementerio
de un otrora paraíso,
de un beso primigenio,
inigualable;
de los besos que vendrían luego,
de todo lo demás
que duró lo que duran
las grandes pasiones
y luego,
la ocasional
remembranza
que nos sorprende
o no tanto,
que nos devuelve,
siquiera, por un mínimo instante,
aquella olvidada,
inolvidable,
sonrisa
por lo que no insiste,
-así, persista-,
por lo que
seguirá, sigue
latiendo.
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