miércoles, agosto 14, 2019

Las flores, desmayadas en los antiguos jarrones

Sentado en el mismo sillón,
aunque distinto,
desvencijado,
los almohadones roídos.

Su casa.
La que compartió, por años,
con ella, con sus hijos.

El desgaste lógico
del tiempo,
la falta de arreglos,
el abandono absoluto,

la habían vuelto
irreconocible.

Allí,
se quedó
el anciano,

soñando,
día y noche,
con esa familia numerosa,

¡tantas risas,
tantas discusiones,
tantos abrazos,
tantas conversaciones compartidas!

apenas,
algún eco,
en ocasiones...

pues, nada se escuchaba,
salvo el crujido de las viejas maderas,

o el silbido
de alguno que otro pájaro

al sobrevolar
el jardín del fondo,

el césped descuidado,
seco,

las flores,
desmayadas en los antiguos jarrones.

Ella las recogía,
aspiraba su perfume,
les cambiaba el agua.

Ella había sido esa casa,

su hálito de vida.

Pero no estaba,

¿dónde estaría
a esa hora, avanzada, de la noche?

ya volverá,
seguro se retrasó
¡siempre con esas amigas
que le dan tanta charla!

-a veces,
la creía viva-.

Le parecía oír
sus tan anhelados pasos,

su reír musical,
su verborragia, incesante,

ese pasar de un tema a otro
sin pausa,

lo confundía,
lo divertía muchísimo,
lo revivía.

A través de la mirilla de la puerta
se asomó para observar la calle:
vacía, oscura,
alguno que otro automóvil,

luego,
el silencio.

Demasiado silencio.

Él había sido su amor de siempre,
su amante, su compañero,

-también, su sombra-.

No quiso, de ningún modo,
asistir al entierro.
-Ella se queda acá, en su casa-
fue todo lo que dijo entonces.

Y nunca más
pronunció ni una sola palabra,
ni un murmullo, nada.

Ella
parecía haberse llevado, consigo,

su alegría,
sus ganas,
su sentido,

 y también,

su voz.

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Cristina Del Gaudio

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