No es de noche
porque el cielo se oscurezca,
ni porque las estrellas titilen
lejos, tan lejos;
no es de noche
porque la luna parezca tener cara
cuando se ve así, entera;
no, no es de noche
no todavía;
no cuando el alma suspira
al parecer, sin motivos;
no cuando se sueñan sin dormir
universos por conquistar;
no cuando una luz, inextinguible,
brilla en alguna parte
que desconocemos
o alguna vez conocimos
y quizás, lo olvidamos;
no es de noche
si todavía es posible.
No es de noche, no lo es,
no importa lo que cientos, miles de relojes
señalen.
Ellos deben hacer su trabajo
y está bien,
pues el horario, el paisaje,
el entorno,
algunos silencios,
ciertos ruidos,
todo y más
lo indicarían.
Me resisto a admitir la oscuridad,
que la noche no se advierta,
que pase desapercibida
en tanto, el cuerpo, la sangre
no puedan, no quieran detener
tan imperativos impulsos.
No es preciso que sea o no de noche
para decir, hacer, atreverse,
¡ser!
subvertir las atronadoras rutinas,
exhalar el aullido incontenible.
No es imprescindible la llegada de la noche
-no, de ningún modo lo es-,
en pos de imaginar imposibles,
de descubrir el detrás del ancestral telón,
de hurgar, indagar, desentrañar misterios
hasta hallar, al fin,
lo tan ansiado
que se creyó,
-durante demasiado tiempo-
perdido.
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