No tenía nada que ofrecerle,
-le dijo-.
Ella
no entendió,
no en ese momento;
ella
solo quería amor, su amor,
quería más de esos instantes fabulosos,
de esos besos, incomparables,
de esos detalles que hacían vibrar
a sus ojos, a su alma,
a su piel,
de ese modo único,
indefinible;
sensaciones, emociones
que nunca antes
había, ni siquiera, soñado;
ella se sentía especial
aferrada a su espalda,
entre sus brazos,
al deslizarse por todo su cuerpo;
él la hacía creerse
no solo bella,
sino la mejor de todas,
insustituible.
Le repetía, siempre,
que no podía creer
en que ella hubiera, siquiera,
reparado en él;
sin embargo...
ese día
él decidió que no podía,
o no quería,
o se había aburrido,
o estaba interesado en otra.
En uno u otro caso,
le dijo que no podía ofrecerle nada,
-y tenía razón-.
Ella se vistió,
con rapidez
y lágrimas,
buscó y buscó, ávida,
sus ojos,
aquella mirada,
pero no pudo hallarla;
no hubo beso de despedida,
no hubo nada,
nada, ¡nada!
¡ni siquiera una explicación,
una disculpa,
alguna maldita palabra!
ella tampoco habló,
no podía respirar,
la tristeza apretaba su garganta.
Y salió a la calle,
por donde siempre
salía
-pero junto a él-.
Llegó al umbral de entrada:
él no la había seguido,
no como antes,
no como siempre;
la puerta quedó entreabierta,
ni ella, ni él
la habían cerrado;
como si ambos, -o quizás, solo ella-,
hubieran planeado que ese desesperado silencio
fuera mucho más silencioso,
mucho más desesperado.
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